LO QUE LAS ESTADÍSTICAS NO DICEN

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Estamos acostumbrados a ver estadísticas en todas partes y sobre casi cualquier cuestión. Son ya parte del panorama intelectual. Las usa el gobierno, los negocios, las ciencias sociales…  Si bien

Heródoto ya da cuenta de los primeros registros de población y riqueza entre los egipcios para planificar la construcción de las pirámides, fue necesario un proceso largo de evolución hasta que en el siglo XIX Adolphe Quetelet, considerado uno de los padres de la Estadística moderna, aplica la probabilidad a las ciencias sociales. En su obra más influyente, Sobre el hombre y el desarrollo de las facultades humanas: Ensayo sobre física social de 1835 describe su concepto del “hombre promedio” (l’homme moyen), que personifica las regularidades que operan socialmente. Lo que pasa es que el hombre promedio es una ficción aritmética. Y aquí empiezan los líos.

 

Un axioma sexológico o sexologema (Amezúa, 2006) es que todos los seres sexuados son distintos. Por eso las estadísticas sobre hombres promedio no nos sirven de mucho; ignoran diferencias individuales fundamentales. Saber -típico resultado de una encuesta- que el varón promedio tiene su primer encuentro erótico con penetración a los X años, ¿qué nos aporta? ¿Entendemos acaso qué significó en su biografía, cómo le afectó en encuentros posteriores, si influyó y cómo en su identidad, si hubo otros episodios más relevantes…? ¿Acaso otro varón (o mujer) de la misma edad y semejante estrato social y educativo no puede realizar la misma práctica erótica con significados totalmente dispares?

 

Toda estadística surge en unas circunstancias históricas determinadas, persigue ciertos fines, y trae consecuencias no siempre previstas. Tamaña obviedad resulta ser casi invisible y por ello mucho más poderosa. Sin entrar en cuestiones como la representatividad de las muestras, o incluso en la verdad de lo que se dice a los encuestadores (véase, por ejemplo, Lewontin, 2001), me gustaría destacar ahora lo más elemental: ¿qué preguntas se hacen?

 

La condición numérica de las respuestas -22% de encuestados afirman X-, su apariencia de objetividad (¿acaso no ha dicho el 22% lo que ha dicho?), encubre, en efecto,  la subjetividad suprema: ¿qué se ha preguntado? O lo que es lo mismo: ¿qué idea del mundo transmiten las preguntas realizadas y qué se omite al no formular otras preguntas?

 

Pongamos un ejemplo sencillito extraído de una encuesta reciente del Centro de Investigaciones Sociológicas. “¿Con qué frecuencia mantiene usted relaciones sexuales?” (CIS. Estudio 2738. Actitudes y prácticas sexuales, 2008).

 

Si no se define de antemano qué se va a entender por “relación sexual”, ¿habrá que entender que está incluida sólo la penetración vaginal? ¿Y qué pasa con los gays y lesbianas? (¿Hacemos luego una campaña de educación para decir que las “relaciones sexuales” no son solo penetración?)

 

En encuestas más sofisticadas se pregunta directamente por ciertas prácticas eróticas como la penetración vaginal o anal, la felación, el cunnilingus, la masturbación. Pero… ¿y los besos, las caricias, las palabras (dulces o sucias), los gemidos, los azotes, los mordiscos, etc., no cuentan? ¿No estábamos en una encuesta de “prácticas sexuales”?

 

Quizá el mayor sesgo de las encuestas es que solo se pregunta por aquello que tenga alguna repercusión directa y estrecha en el ámbito de la salud, es decir, embarazos, infecciones y enfermedades. Este sesgo sanitario se explica porque la financiación de las encuestas suele proceder del Ministerio de Sanidad o  empresas de preservativos. Es decir, no se realizan encuestas movido por una curiosidad genuina de conocer las prácticas eróticas de la población; eso sigue considerándose un interés ilegítimo o sospechoso. No hay, por tanto, estadísticas fiables sobre el número de gente a la que le gusta que le chupen los dedos de los pies, oír gemir a los vecinos, o que les aten en los encuentros eróticos, por poner algunos ejemplos de prácticas eróticas que quedan fuera del radar sanitario estadístico, y sobre lo que se vierte -se sepa o no- un manto de sospecha, rareza o invisibilidad al no preguntar por ello.

 

Lo cual nos lleva a un punto perverso: las encuestas no pretenden solo describir la realidad sino que también la crean (o aspiran a crearla). Qué se pregunta y cómo, encauza las respuestas. No es infrecuente encontrarse, por seguir con los ejemplos, con alguna estadística sobre el uso de juguetes eróticos realizada a los visitantes de una web de temática erótica. Dado el sesgo de la muestra, los resultados serán más altos que si se pregunta a una muestra representativa de la población general. Pero es que no se pretende averiguar cuánta gente los usa, sino obtener cifras hinchadas para extender su uso:  “Mira, mucha más gente de la que pensabas usa vibradores, ¿por qué no te animas?”

 

Por otro lado, aunque estaría bien que se preguntase no solo por lo genital o generador de infecciones, sexológicamente -no digo sanitariamente- tiene menos interés la conducta que conocer las vivencias y los significados peculiares que los sujetos atribuyen a lo que hacen. De ahí las limitaciones de leer sobre inexistentes hombres promedio a los que se empobrece con preguntas tópicas. Más vale fijarse en lo que las estadísticas no dicen.

 

Juan Lejárraga

 

 

Referencias

 

Amezúa, E. (2006) Sexologemas. (Cuando los genitales no dejan ver el sexo.) Revista española de sexología, nº 135-136, Madrid: Publicaciones del Instituto de Sexología.

 

Lewontin, R. (2001) Sexo, embustes y ciencia social. Capítulo 7. El sueño del genoma humano y otras ilusiones, Paidós.

 

 

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