SENSAR Y SENTIR

La educación tradicional ha valorado los sentimientos más que las sensaciones. Los sentimientos, se dice, son grandes; las sensaciones, pequeñas. De ahí, el interés por las grandes pasiones. Y de ahí, también, el menosprecio de las sensaciones.

Lo que se llamó amor era el amor pasión. Frente a esta clase alta de los sentimientos las sensaciones pertenecían a una clase baja, humilde y de tercera: a ras de tierra. Los sexólogos de la segunda generación plantearon un giro que llevó a las sensaciones al rango de protagonistas.

Masters y Johnson basaron su célebre formato de intervención terapéutica para el tratamiento de las dificultades del ars amandi en dos pilares: por un lado la prohibición de la cópula y, por otro, la puesta en juego de las sensaciones. De esa forma neutralizaban el poder de los instintos —las pasiones, al fin y al cabo— y planteaban lo que, en términos técnicos, se conoce desde entonces como focalización sensorial: dedicarse a explorar y vivir las sensaciones.

Con la puesta entre paréntesis de la cópula —y del amor— se abría el juego de las sensaciones. Entraron éstas en el juego. Se estaba acostumbrado a pensar en los encuentros de los amantes como en grandes hervideros de pasiones y se había dejado fuera su elemento principal: el más modesto, pero importante, el juego de sensaciones. En la forma de abordar los grandes problemas estos sexólogos desmenuzaban los grandes mitos y empezaban a construir la relación con esas realidades modestas y cotidianas que habían sido desconsideradas.

La sensualidad —la sensibilidad, si se prefiere—, como indica su mismo término, está hecha de sensaciones, un material sin el cual no se pone en movimiento la sensibilidad. Las sensaciones —hemos solido afirmar— son las proteínas de la ternura. Sin ellas no entran en juego ni los afectos, ni las emociones, ni los sentimientos. Más aún: es posible que esta gama de efectos no sean sino las sensaciones transformadas al ritmo de su acción.

La palabra clave del ars amandi no es sentir sino sensar. La focalización sensorial quiere decir erotización. Eros ha sido pensado como un dios, allá arriba. Pero la Epoca Moderna le ha descubierto en su forma democrática: ahí abajo. Es el deseo —los deseos— de ver, oír, tocar, oler, gustar… o, más propiamente dicho, de verse, oírse, tocarse, olerse. Los encuentros de los amantes hoy no son de pasión sino de sensación. Se puede lamentar la caída de un mito o podemos alegrarnos del accesos a realidades nuevas.

A veces se ha formulado este paso entre el sentir y el sensar con el signo versus de oposición. No es una formulación agraciada. Se trata más bien de un continuo. En un momento damos a su realidad el nombre de sensaciones; y en otro el de sentimientos. Son distintas representaciones plásticas del mismo material. Son imágenes distintas, momentos distintos, labrados por distintos artes hechos de la misma madera.

La lógica que pone las reglas de los amantes son sus deseos. Y estos no se rigen por las míticas pasiones, por muchos siglos de señorío que exhiban. Resulta muy curioso que el verbo sensar no es de uso común. Y sin embargo para nosotros sí lo es. El amor pasión de otras épocas creó grandes pasiones. El ars amandi de nuestros días se basa en la suma de pequeñas sensaciones. El hecho de que sea más modesto no lo hace menos interesante. Puede ser menos heroico y grandioso, pero resulta más apetecible.

E,Amezúa «Sexologemas»

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