LA MUTUA REFERENCIA DE LOS SEXOS

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… Si pensásemos la cuestión de la mujer como la otra forma en que se realiza lo humano sin apelar a esa referencia inexcusable que es el varón, estaríamos haciendo arabescos y filigranas carentes de sentido. Cuando hablamos de la mujer,  explícita o implícitamente hablamos siempre de la mujer respecto del hombre. Por eso es la otra forma en que se realiza lo humano o, de modo más preciso, la vida humana.

 

A pesar de lo que ha sido creencia o idea dominante durante siglos, a la inversa es igualmente cierto: el varón sólo es tal por referencia a la mujer, en la medida en que está proyectado hacia ella, puesto que el varón es la otra forma en la que se realiza lo humano. O, de nuevo con mayor exactitud, la otra forma en que acontece la vida humana, sin que quepa ver en esto más subordinación que la que los sexos guardan entre sí. Se trata de una relación y requiere un juego a dos para poder verificarse.

 

Cuando Simone de Beauvoir se pregunta por qué la mujer es lo Otro absoluto, sin que haya una vuelta que nos permita hablar de relativos, está indagando en esta cuestión. En coherencia con el esquema hegeliano que maneja. La mujer no puede ser lo uno para el hombre si en él no hay un reconocimiento de su propia otredad.  Ser uno para el otro implica ese mutuo reconocimiento.

 

Cuando la mujer hoy se busca en una condición nueva, en tensión con un pasado y unas formas aún vigentes que la reclaman de otra manera y sin que ella misma sepa a qué atenerse para atenuar ese malestar preciso que es su propio devenir, cabe plantearse para quién es esa mujer y hacia quién se proyecta. Nuevas mujeres. Nuevos hombres. ¿Para quién?

 

No estar en claro respecto a qué quiere decir ser mujer incluye entre sus primeros rasgos el no saber exactamente como habérselas con el hombre, o qué es la mujer respecto del hombre. Y esto pone en cuestión automáticamente qué es ser hombre respecto de la mujer.

 

Ortega, maestro de Julián Marías y reconocido y admirado por él en su humanidad y en su filosofía, distinguió en Origen y Epílogo de la Filosofía, entre el pensar analítico y el pensar dialéctico o sintético. Mientras que en el pensar analítico, a partir de un análisis progresivo de un pensamiento se da una sucesión  de otros que estaban en el primero, en el caso del pensamiento sintético un pensamiento y otro se complican.

Según Ortega, no podemos concebir la idea de un esferoide sin esa otra que es el espacio entorno. Esta última se impone so pena de dejar incompleta la primera, de que no podamos acabar de pensarla.  En esto consiste el pensamiento sintético.

 

Pues bien, eso sucede con los hombres y las mujeres. Hombre y mujer son realidades que se complican; son realidades que no pueden acabar de pensarse más que en relación, incompletas si no es en la perspectiva de su mutua referencialidad. El ser lo otro del otro los hace radicalmente necesarios. Y así se enhebran de un modo indispensable )qué es mujer? y )qué es hombre? como preguntas que se siguen la una a la otra como al descuido, casi sin querer.

 

Tal vez es este un buen momento para aclarar que esta cualidad que poseen los sexos, el hecho de que cada uno de ellos represente la otra forma en que se hace la vida humana, los aboca al conflicto. Su relación es esencialmente conflictual. Causa, por otra parte, de esas desavenencias entre los sexos que nos son tan familiares. Esas desavenencias que suelen darse cuando ninguno de los dos comprende o puede ponerse en el lugar del otro, al ser la jerarquización de sus valores esencialmente distinta.

 

En unos documentos recientes de la Comunidad Europea leía justificaciones del hecho de que para las mujeres el trabajo y la vida pública en general no posean el carácter argumental que posee para los hombres. Eran justificaciones externas a las propias mujeres y a los propios hombres y, la verdad, a mí no me valían. En este extremo, comparto las ideas de Marañón. No es sólo cosa de educación, fórmula con la que se pretende simplificar una realidad a menudo bastante más compleja. Es cuestión de nuestras organizaciones respectivas. El interés sexual, en su sentido más amplio, es para nosotras primero en relación al interés social, más episódico y efímero. En nuestras conversaciones y charlas espontáneas es fácil observarlo. En los varones ocurre a la inversa. Y ahí hallamos una fuente común de conflictos entre hombres y mujeres, abundante en el cine, en la literatura, sobre todo en la vida diaria, y tan antigua que, según Kant, hasta Sócrates y su esposa, Aspasia, ya la vivieron en aquella Atenas que hoy nos queda tan lejana.

No quiero decir con esto que no haya mujeres especialmente dotadas para la acción social o que no haya hombres cuya inclinación hacia esta dimensión humana sea menor. La variabilidad entre los sexos es tal que ésta es una faceta más de su expresión. Por otra parte, como resultado de este menor desarrollo femenino de la función social, tras  las revoluciones, las características  sexuales, que no son en absoluto estáticas, varían más en las mujeres. Digamos, que tienen más campo para crecer. Aunque no va a ser en absoluto desdeñable todo ese otro espacio de la emotividad que se les abre a los varones como una nueva selva en la que mostrar sus cualidades egoístas.

 

En cualquiera de los casos, este cambio emancipatorio que podamos experimentar las mujeres por la vía de lo social es deseable para ambos, hombre y mujer, pues la mujer, así ocupada, se hará más positivamente a sí misma. Esta es la línea de crecimiento que sugiere Beauvoir. Ahora, es bien posible, y tampoco habría que enojarse por ello o empeñarse en cambiarlo, que en esa dimensión social cada uno de los sexos continúe proyectando aquellos valores o intereses más afines al campo de su propia organización sexual. Sus radicales conflicto y referencia siguen ahí.

 

Esto que vengo llamando la mutua referencia de los sexos se resume en esta sencilla expresión: hombres y mujeres nos necesitamos para ser quienes somos. La menesterosidad es nuestra condición.

 

Que hombre y mujer se necesiten para ser quienes son es un hecho que posee una singular trascendencia para lo que aquí estamos tratando. Es frecuente, en cambio, que esta radical necesidad sea soslayada, creándose así ilusiones de poder. Casi por inercia, solemos detenernos en estudios, reflexiones o análisis de situaciones a las que hemos llegado a partir de esa condición necesitada y que, paradójicamente, no la tienen en cuenta. Es entonces cuando sobrevienen las ilusiones de poder. Tal vez porque nos sentimos más cómodos cuando nuestras palabras y nuestros gestos buscan su razón en el poder,  cualquiera que sea su rostro. Da igual que hablemos de nuestro poder que del poder del otro: ver al otro como alguien que necesita nos desarma tanto como vernos a nosotros mismos necesitados. Pues, si el otro necesita ¿cómo le vamos a temer?

 

Ese fondo de temor, en el que se cobijan los afanes de poder, nos aleja de la aceptación de la mutua y radical necesidad de los sexos -necesidad el uno del otro-  y oscurece sobre manera cualquier análisis o reflexión posterior, lanzándonos a batallas sin fin, agotadoras, ilusas y estériles. No es usual que afirmemos esta nuestra base de indigencia y necesidad.

 

Resulta fácil, en cambio, reconocer en estas palabras la postura tradicional de lo que llamamos la guerra de los sexos; guerra que, bajo el aspecto de tendencias innovadoras que sólo han llegado a cambiar el signo dominante, sigue siendo el telón de fondo sobre el que se tejen hoy las reflexiones acerca de los sexos. Es una dialéctica no superada.

 

Lo hemos dicho: hombre y mujer son conceptos y, aún más, realidades, que se complican, que se co-implican. Y con esta idea volvemos a  Simone de Beauvoir. Cuando ésta analiza la condición y la situación femenina en El Segundo Sexo no se detiene por azar en la dialéctica de la relación entre los sexos. Los términos en los que se plantea dicha dialéctica , el cómo de la misma, adquieren relieve y ese relieve hace que pase desapercibido el hecho básico, primero y genuino de la relación, de la dialéctica misma, de que entren y no puedan dejar de entrar en dialéctica. Sin embargo, ya desde la introducción, en diálogo con Michel Carrouges,  plantea en nota a pie de página  que el problema , precisamente, consiste en saber por qué habría que definirla ( a la mujer) en relación al hombre. Y, más adelante,  al estudiar a la mujer, se encuentra con la necesidad de describirla como los hombres la sueñan , porque su ser-para-los-hombres  es uno de los factores esenciales de su condición concreta.  Su interés, como he mencionado,  se centra en el estudio del  cómo de las relaciones. Irá rastreando los modos en que se verifica la asunción de la Otredad femenina absoluta frente a la Unidad masculina también absoluta.

 

Sin embargo, el hecho de que entren en relación ya supone la otredad de ambos respecto del otro. Se plantee o no su ser-para-las-mujeres-, es decir, en relación a ellas y proyectado hacia ellas,  éste es uno de los factores esenciales de la condición masculina.

 

Investigar las relaciones en su construcción es útil para conocer su estructura y para introducir cambios. O para que ambos se den cuenta de sus propias y respectivas valías y de sus propias y respectivas carencias en ese horizonte inigualable que define el reconocimiento. Podemos hablar de reconocimiento en tanto en cuanto nos relacionamos con otros. Esa es la menesterosidad de nuestra condición. Eso es también lo que ponen de manifiesto las dialécticas: el amo para ser amo necesita un esclavo. Esa es su fragilidad, su miseria o su necesidad. El esclavo para ser esclavo necesita también un amo. Y esas son también su fragilidad, su miseria y su necesidad.

 

Esa necesidad mutua, esa coimplicación o complicación es el basamento primero, el que los sitúa a ambos en la perspectiva de su valía para el otro. Si luego juegan a ser el Uno y la Otra es a partir de esa condición  primera.

 

Ahora bien, ¿ ha habido mala fe -por usar la expresión que utiliza Beauvoir- o mala intención en los hombres al jugar ese juego? ¿Habrían quedado – han quedado – tanto unas como otros – atrapados en el mismo? ¿Quién posee herramientas y lucidez para desvelar los términos en los que se plantea el juego? ¿Quiénes están capacitados para proponer revisar, modificar o aceptar las viejas o nuevas reglas de juego?.

 

Quiero rescatar aquí la impresión de que en El Segundo Sexo, un estudio rico y exhaustivo, alentador incluso, de la condición femenina , el auténtico telón de fondo es esa mujer que se hace  en su relación con el hombre. En las novelas de Beauvoir, por otra parte, queda clara esta urdimbre. Y esto me parece tanto más importante cuanto que de esta obra se ha dicho que será deudor, de una forma u otra, todo el feminismo posterior. O sea, el feminismo con el que contamos hoy en día.

 

Son ambos, mujer y varón, los que juegan ese juego y es a ellos a quien compete revisar sus reglas porque lo que sí parece claro y se respira en la literatura que abunda en el tema es que las anteriores se han roto sin que haya otras para sustituirlas.

 

Afanados con el cambio, se ha pretendido reducir esta necesidad de un sexo para el otro a la reproducción y , más en general, se ha pretendido cosificar a hombres y mujeres, planteando sus relaciones en términos instrumentales como hábilmente ha argumentado Gil Calvo. Esas tentativas no dejan de ser eso, huídas hacia adelante, fugas inauténticas o cosificaciones, porque la necesidad que ambos tienen del otro es de carácter hondo y, sobre todo, radical: afecta a la posibilidad y a la condición misma de sus respectivas identidades. Por mala fortuna, que se trate o no de una fuga hacia adelante o de una cosificación  no es motivo para que cese este oleaje. Despistados de su propia condición y sin poder dejar de referirse el uno al otro, los sexos pueden ser traicioneros consigo mismos y de rechazo con el otro. A eso se llama inautenticidad: al acto mediante el cual se traiciona la propia libertad.

 

Es necesario decir que en esto hay responsabilidades. No se trata sólo de opciones individuales sino que quienes reflexionamos y hacemos teoría estamos proponiendo algo, modelos concretos o pautas de relación concretas que luego se pueden verificar individualmente. Cuando estas reflexiones o ideas calan en el aparato institucional y su valía queda plasmada por el poder político que tiene además la capacidad de instrumentalizarlas la responsabilidad es identificable y clara. Me estoy refiriendo aquí a las ideas generales desde las que se han propuesto modelos de sexuación, de hacerse mujeres y hombres, en las que ahora me detendré.

 

Felicidad Martínez Sola «¿Que es ser mujer?» RES nº 90

 

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