Se vivía la herejía desde la simple fornicación, el amancebamiento o el adulterio.
Se penaba más la no aceptación del «pecado» que la vivencia sexual en sí misma.
No tratamos de sobreabundar en las negras historias de la Inquisición, sino simplemente trazar una perspectiva más amplia sobre lo que ha sido el sexo en nuestra historia. El castigo, la tortura y la horca para aquél que hubiera cometido acto de concupiscencia y no aceptara su pecado.
Cabría preguntarse hoy, severamente, el grado verdadero en que han cambiado las cosas. Pero sea el lector quien saque sus conclusiones, desde lo que plantea el historiador, Alonso Tejada.
Para la comprensión de los efectos que más de tres siglos de represión inquisitorial causaron sobre la psicología y la sensibilidad de los españoles, no es suficiente considerar su dimensión meramente doctrinal. El Tribunal de la Fe, que en teoría debía inquirir y perseguir sólo herejías, castigaba asimismo una larga serie de actos que contravenían la moral oficial, pública y privada.
En la España del Santo Oficio florecieron la prostitución (ochocientos burdeles sólo en Madrid a mediados del siglo XVIII), el celestinaje y los amores extraconyugales. Ante ello, los severos inquisidores se inhibían con loable tolerancia. Sin embargo, ¡ay de aquél que osara insinuar que la simple fornicación no era pecado!
En suma, se transigía con el pecado mientras se cometiese con conciencia de culpa. Desde el punto de vista de prevenir desviaciones doctrinales, esta represión encontraba su justificación. Pero, a la larga, favorecía la hipocresía y la doble moralidad, es decir, el mantenimiento de una sociedad exageradamente puritana en sus manifestaciones externas, pero profundamente corrompida a niveles más privados.
Ver peligro de herejía en simples casos de adulterio, fornicación o amancebamiento revela cierto retorcimiento mental y una psicosis inquisitiva muy aguda. Una mujer joven podía engañar al marido decrépito. Pero pobre de ella si llegaba a afirmar que prefería acostarse con un hombre hecho y derecho a soportar las caricias de un esposo caduco.
CASTIGO A LOS ADULTEROS
Además de los innumerables procesos contra los fornicadores y adúlteros que en un momento de pasión cometían la imprudencia de susurrar a su pareja: «Que no es pecado, mujer… », fueron frecuentes las actuaciones de la Inquisición contra los grupos de alumbrados o iluminados en los que se practicaba cierto tipo de amor libre. Uno de los más interesantes de estos procesos fue el seguido en 1530-1531 en la Inquisición de Toledo contra el célebre iluminado Antonio de Medrano.
El bachiller Medrano, natural de Navarrete, en la Rioja, conoció en Salamanca, hacia 1516, a Francisca Hernández, oráculo y musa de un grupo de humanistas y alumbrados. La hermosa y espiritual beata ejercía sobre ellos una verdadera fascinación místico-erótica. El joven Medrana se convirtió pronto en el discípulo predilecto de la atractiva maestra.
Hacia 1519 Francisca se trasladó a Valladolid junto con Medrano, Tovar (hermano del humanista Juan de Vergara) y otros amigos. El bachiller riojano obtuvo el supremo favor de pasar algunas noches compartiendo el lecho con su amiga en casa de los Cazalla. Francisca se decía iluminada por el Espíritu Santo, y, por tanto, impecable y libre de concupiscencia carnal. El contacto con su cuerpo puro e inocente sólo podía producir castidad…
TORTURAS PARA ARRANCAR CONFESION
En 1530, todo el grupo fue a parar a los calabozos de la Inquisición de Toledo. Los cargos contra el bachiller Medrano fueron precisos: retozos, besos y tocamientos lascivos a Francisca Hernández, que incluían el yacimiento en la misma cama. A pesar de que todos los testigos coincidían contra él, Medrana lo negó, insistiendo en que sus comunicaciones con Francisca eran puramente espirituales. En mayo de 1531 los inquisidores decidieron darle tormento hasta que confesara, primero de la garrucha o escalera, Juego de la toca o suplicio del agua (especie de baño nazi) y, en fin, del potro.
Resistió bien Medrano la garrocha, pero con la toca, al tercer jarro de agua, cantó de plano: «Toda la comunicación de Francisca Hernández fue de carne, por concupiscencia de carne y de adquirir honra y hacienda; le tocaba las manos y pechos; las noches que dormía en su misma cámara de la Francisca Hernández, rne levantaba algunas noches y me echaba en su cama vestido, y la retozaba y besaba y tentaba lascivamente todo, excepto que no tuve acceso carnal a ella … No tenía por pecado el besar y retozar con ella».
PENA POR NO SENTIR PECADO
A juzgar por esta confesión, las libertades místico-eróticas entre la bella beata y su amigo y admirador Antonio de Medrano no superaron nunca la barrera de la fornicación. No llegaron a consumar el aparejamiento sexual. A pesar de todo, la sentencia fue severa: reclusión perpetua y varias penas espirituales. Y es que, en la perspectiva inquisitorial, lo realmente grave fue que «no tuviera por pecado el besar y retozar».
La actitud de la Inquisición ante actividades sexuales más audaces y heterodoxas, tales como la homosexualidad, los hechizos, la bigamia, los amores con o de persona eclesiástica y la bestialidad, era ciertamente mucho más rigurosa. Las víctimas de tales procesos terminaban no pocas veces purgando sus culpas «por vía del fuego», en el quemadero…
Así, en 1665, la Inquisición de Barcelona condenó a la hoguera a un labrador sesentón por bestialidad habitual durante quince años. Por suerte para él, el viejo falleció antes de celebrarse el auto de fe. En 1659 un cronista menciona un caso similar: «Viernes quemaron en Alcalá al enamorado de su burra y el mismo día vino aviso quedaba preso en las montañas otro que se echaba con una lechona. Como si no hubiera mujeres de tres al cuarto».
Por LUIS ALONSO TEJADA
Historiador
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