EDUCACIÓN SEXUAL: O SEA DE LOS SEXOS

 

El análisis de la actual situación generalizada de lo que suele entenderse como educación sexual revela que su concepto se sustenta en un gran error básico: el de haber puesto como clave el sexo de forma que todo lo calificado de sexual gire en torno al bueno o mal uso del genital.

Un ejemplo de mal uso: los embarazos no deseados y las enfermedades de transmisión sexual, en especial el Sida. Un ejemplo de buen uso: muchos y grandes orgasmos protegidos mediante la anticoncepción y la higiene. Nada que objetar a tal planteamiento sino un punto, aunque central. ¿Por qué hablar, para tales efectos, de educación sexual y no llana y más precisamente de adiestramiento o educación genital?

Tanta voluntad de informar con claridad requeriría empezar por nombrar con algo de esa claridad aquello de lo que se pretende hablar. Y si los genitales, o más exactamente el ejercicio genital, no son ya funciones impresentables sino decentes y socialmente aceptables ¿Por qué seguir con eufemismos impropios? Si nos preciamos hoy de libertades que nos permiten llamar a cada cosa por su nombre y hablar con precisión ¿Por qué no ser más exactos y precisos? Ello nos permitiría ordenar con más claridad nuestro pensamiento para poder acertar más y entender mejor nuestros mensajes y nuestro trabajo.

Esta contradicción, o hipocresía, ha llevado a algunos a añadir adjetivos al término sexual tal vez para obviar lo que ya es nombrado como meramente sexual en el más clásico sentido reductor: un vacío de substantividad al que se trataría de rellenar con adjetivos decorativos y supletorios. Es el caso de quienes hablan ya abiertamente de educación afectivo-sexual, como en los mejores tiempos, lo mismo que la fila de prefijos como psico-sexual o similares, con el fin de añadir alguna entidad a lo que, de otro modo, no es considerado sino como estrictamente genital. La lista de paliativos y circunloquios, tal vez con las mejores intenciones, no hace cambiar el punto de interés central: lo que se entiende por sexual.

Los árboles y el bosque

Es preciso reconocer que el condicionamiento moral cuenta para que, tras haber anulado la presentabilidad del genital, ahora sea justificado con una operación de protagonismo invasor. Pero es importante que los árboles no impidan ver el bosque, así como que este árbol del genital no sea confundido con el bosque mismo.

Cuando miramos panorámicamente el Hecho Sexual Humano, o, dicho de otro modo, el Hecho de los Sexos, podemos observar con extraordinaria claridad tres grandes caminos que lo atraviesan y que son constantes a lo largo de su historia: El de la reproducción sexuada, que ha sido comúnmente reconocido sin obstáculos; el del placer erótico, que, según las épocas y los criterios ha sido, como es bien sabido, problematizado de muy diversas formas; y, junto a esos dos, un tercero que yo no dudo en situar como primero porque, aunque descubierto o, mejor dicho, conceptualizado más tarde, es previo a los otros dos en el orden de los planteamientos y también porque, desde él, los otros adquieren o pueden adquirir su verdadero sentido. Me estoy refiriendo al de la diversificación de los sujetos; o sea al origen y génesis de su variedad y diversidad y, por lo tanto, de su individualidad como sujetos: de su individuación.

No incluiré entre estos tres grandes hitos eso que tan en boga está hoy bajo el apelativo de comunicación, —»la sexualidad es comunicación», se dice— entre otras razones por ser una tautología y una consecuencia de la diferenciación o diversificación entre los sexos. En efecto, si estos se buscan y se necesitan es porque previamente se han diferenciado y diversificado —es decir separado— como individuos distintos. Y no hay diferencia relativa más distinta que la que se da entre uno y otro sexo. Tal vez por eso sea entre ellos entre quienes encontramos las mayores atracciones y los más fuertes rechazos. Al ser, pues, la comunicación una consecuencia de la diferenciación, entiendo que el foco de interés científico está en la génesis y desarrollo de ésta y su conocimiento podrá ser útil para las aplicaciones educativas a las secuencias de aquélla.

I.- Qué

Partiendo de estas consideraciones, entiendo por educación sexual la educación de los sexos. Digo de los sexos, en plural, y no del sexo, en singular, como sinónimo de genital y entiendo por tal el hecho de que, en la actual situación del universo, todo ser humano se estructura como de uno u otro de los dos sexos y esto siempre en relación entre ellos. No conocemos otro modo. Y espero que no lo podamos conocer pronto.

El adjetivo sexual que acompaña al substantivo educación se refiere, pues, a los sexos. Esta aparente sutileza u obviedad me parece de extraordinario interés si queremos aclarar nuestra idea central como punto de partida en el ejercicio de una profesión o en la realización de un trabajo que se dice educativo en torno a la realidad sexual como tejido del que estamos hechos.

Si a esta estructura le añadimos la vivencia de la misma y a ésta, a su vez, la de su expresión o conducta, tendremos los tres grandes planos que constituyen el gran campo, o bosque por usar la metáfora anterior, de la —insisto— realidad sexual , o sea de los sexos. Dicho de otra forma: Tanto las estructuras como las vivencias y las conductas están organizadas y diseñadas en clave sexual, entendiendo por tal el masculino y femenino —o, si se prefiere, el femenino y el masculino— y estos, a su vez como hatero u homosexuales, así como las consecuencias que de ello se derivan.

La problematización que hoy vivimos en torno a estos conceptos puede que no sea sino una expresión del intento de su entendimiento como puntos centrales de referencia, siendo el resto simples corolarios derivados de ellos. En la educación sexual al uso se ha dado muy poca importancia a la identidad sexual. Y es claro que hoy ésta resulta necesaria. Una gran parte de las irritaciones y crispaciones entre los sexos podrían entenderse desde estas referencias. Y tratando de entender su lado positivo, éstas no serían sino evidentes muestras de la necesidad de clarificación que se está pidiendo.

La educación sexual es, pues, tal como yo la entiendo, antes que otra cosa, una educación de la identidad de los sujetos: que cada cual pueda sentirse y vivirse a gusto como hombre y como mujer. Este sería el núcleo principal. El resto sólo puede entenderse a partir de éste. «Dadme un punto de partida, que el camino a andar es sólo dar pasos en esa dirección». Dadme hombres y mujeres a gusto de ser tales y el resto, la añadidura, es puro bricolaje. Gran parte de la así llamada educación sexual que nos invade —basada en el sexo y no en los sexos— es puro bricolaje, por no decir bisutería. Una interminable distracción del principal núcleo de valor. Una ristra de insistencias en menudencias, dejando lo principal entre los desperdicios.

Tres observaciones

He dicho que la referencia fundamental de la educación sexual es la identidad de los sujetos y quiero subrayar algunas observaciones sobre ello. La primera es que esa identidad se configura a través de una constelación de sensaciones, emociones, sentimientos, afectos, etc.—léase vivencias— que biográficamente —y no sólo biológicamente— estructuran al sujeto como masculino o femenino. Lo que significa que la identidad no puede ser sino sexuada. O, dicho de otro modo, que la sexualidad —entiéndase el modo de vivirse como masculino o femenino— forma parte de la misma identidad.

Una segunda observación es que dicha identidad no puede ser genérica o de género —léase general— sino individual y concreta, o sea de individuo. Tampoco puede ser de clase social o de especie. Su condición es la de ser de individualidad. Es de un sujeto único: yo, tú. El hecho de que este individuo forme parte de una especie genérica o de una sociedad hará que le sean asignados roles o papeles, funciones y estereotipos de carácter genérico y público; pero su identidad no es de debate público o social sino de intimidad como individuo.

Y, finalmente, una tercera observación es que en el núcleo más íntimo de dicha identidad se sitúa su sexualidad. Entiéndase por sexualidad —de nuevo lo recuerdo— la personal e intransferible vivencia de su individualidad masculina o femenina como forma de ser o existir. Es claro que, hablando de intimidad, se ha abusado de su connotación moral y conductual. Se ha llevado al pensamiento el interés de lo que se hace por encima de lo que se es y se vive. Se ha insistido mucho en las prácticas (generalmente genitales o perigenitales, como corresponde a criterios obsesionados por el sexo) y se ha vaciado la intimidad de la identidad sexual que es lo que realmente se es, o hace que se sea.

¿Podré aún rogar que se entienda sexual, de nuevo, como sexuada y recordar que tal es la que estructura a cada sujeto en masculino o femenino? La tendencia actual en ciertos sectores a evitar esa raíz sexual y a substituirla por otra de género o genérica sin duda puede ser tendenciosa, si no fuera incluso peligrosa para las propias identidades.

II. Cómo

De todo lo expuesto se desprende que la educación sexual, o sea de los sexos, —ésta de la que hablo— tiene poco que ver con la que actualmente nos invade. Prevenir enfermedades, evitar embarazos y otras cosas parecidas que son las que más suelen ser etiquetadas con esa rúbrica no dejan de ser acciones sanitarias o sociales de reconocido mérito y necesidad, pero que bien poco tienen que ver con la realidad sexual de los sujetos.

Tal vez desde ahí pueda entenderse por qué la educación sexual no pasa de ser una efemérides que se mantiene a rachas por circunstancias efímeras y dando tumbos a golpe de modas y urgencias. Pero muy poco en función de un cuerpo sólido de planteamientos. Si educar es básicamente incitar, suscitar y excitar en los sujetos sus capacidades para el descubrimiento de un valor —las transversales de la LOGSE lo están continuamente repitiendo— hé ahí uno: el hecho de los sexos. Y si lo importante es conectar con dicho valor, lo específico de una educación que se apellida sexual sería —dicho con claridad— conectar con dicho valor específico que le corresponde por nombre propio. De otra forma no veo por qué no hablar llana y simplemente de educación sanitaria o social. Tal vez desde aquí pueda entenderse mucho de lo que se hace. Pero, seamos claros, ¿a qué hablar de educación sexual? Me adelanto a indicar que con esto no estoy sugiriendo que la educación sexual deba diluirse en las otras acepciones. Al contrario: son las otras las que necesitan impregnarse de ésta. Entiendo que la realidad de los sexos es primordial en los hechos y en los deseos de la condición humana, pese a muchas coyunturas distractoras.

¿Será necesario, a estas alturas, afirmar que la educación sexual, o sea de los sexos, no es educar al uno contra el otro o sobre el otro o viceversa sino en correlación, o sea en co-educación? ¿Será también necesario reiterar que la educación sexual no puede ser sino coeducativa ni puede hacerse coeducación sin educación sexual, o sea de los sexos? Separar, como se hace en ocasiones la educación sexual de la coeducación —o viceversa— resulta simplemente aberrante.

La educación sexual así entendida abre el campo a un trabajo en muchas direcciones. Pero, por pensar solamente en las tres profesiones de quienes estáis aquí en estas Jornadas —procedentes de la salud, la enseñanza y los servicios sociales— casi estaba tentado de enumerar una serie de proyectos. Pero, en honor a la brevedad, me voy a ceñir sólo al núcleo generador de ellos, es decir a la clave que me ha guiado hasta el momento: la del hecho de los sexos y no salir de ella.

Todo nuestro trabajo, en los tres campos, está centrado en los sujetos. Y , por parecer obvio, no voy a dejar de resaltarlo: todos los sujetos son de uno u otro sexo, o sea de ambos sexos. Podrán y deberán variar las formas de intervención educativa según las edades u otras situaciones, pero lo que no podrá variar es ese hecho. Lo que une a unos y otros sectores es, pues, lo esencial.

Valores y miserias

Las instituciones educativas, sanitarias o sociales ofrecen en sus proyectos formatos de acción muy similares. Y todos invitan, bajo idénticas fórmulas, a fomentar actitudes positivas hacia los valores fundamentales del bienestar de los sujetos bajo distintas formas y en igualdad de oportunidades. Todas las instituciones nos invitan a trabajar más con la riqueza de esos valores. ¿Por qué, pues, empeñarse en seguir manejando sólo miserias y realidades marginales?

Entiendo por miserias aquello en lo que, sin duda, estamos pensando todos, por ser de sobra divulgadas continuamente y en primer término: Las antiguas y nuevas miserias de uno y otro sexo, esas que tanto se airean para luchar contra ellas y que, siendo antes unas, ahora otras, todas tienen por común denominador el de ser un conjunto de problemas. ¿Por qué insistir tanto en estos y tan poco en los valores de cuyo vacío no hacen sino dar testimonio?

De entre estas miserias señalaré únicamente dos grupos: El primero es el de la discriminación de un sexo sobre otro o de su lucha contra ella. Y cuya raíz no será arrancada acentuando la miserabilidad del otro sobre el uno ni viceversa como adversario cuando se puede descubrir y trabajar la veta de riqueza de ambos en su diversidad. El cariz que en los últimos años ha tomado el mercado de las agresiones denominadas sexuales (por qué sexuales) está sobrepasando ya los límites de los análisis. El segundo grupo de miserias sería el de una praxis o ejercicio de las funciones de la reproducción y del placer, miseria que aumentamos centrando nuestro trabajo en ellas en lugar de contribuir a situarlo en un contexto en el que, de por sí, genere otros planteamientos de los que no tienen por qué seguirse tales miserias o, al menos, tantas y tan obsesivas.

No creo decir nada nuevo afirmando que la finalidad de toda educación es elevar el nivel para que los árboles no impidan ver el bosque. Para que aflore un valor —y pensando que, de entrada, no somos ni tontos ni malvados— me atrevo a concluir que de ahí se derivan efectos a la vista. Informar es contextualizar. Y contextualizar los genitales en el conjunto de los sujetos y estos en sus propios sexos, eso es hacer educación sexual, o sea de los sexos.

III. Una invitación

Esta educación sexual, que continuamente estoy acentuando como de los sexos —y no del sexo— puede hacer pensar en idealismo o utopía. Cierto, no es la primera vez que yo mismo me planteo esta objeción. Y mi respuesta es doble. Primero, no es ningún defecto ser idealista, especialmente en épocas pragmáticas. Y segundo: Cuando se trabaja con una idea y se la ve central y clara, uno ve que esa idea puede ser operativa.

Sólo es preciso una cosa: un mínimo de dedicación y estudio; una mínima disciplina con ella, para extraer sus estrategia. Estoy aludiendo al marco de una Sexología que, de forma sistemática y con coherencia, sea capaz de aportar lo que, de otro modo, no nos es posible ver sino de manera dispersa y desaprovechada, es decir, perdido en la espesura o en el follaje del bosque.

Como sucede con la educación sexual, también la Sexología ha sido tomada por algunos como un batiburrillo disperso de temas y cosas varias que dicen relación al sexo, o sea al genital. Y también podría ser de interés sugerir con alguna claridad su campo que no es otro que el hecho sexual, o sea de los sexos, dentro del cual obviamente encontramos los genitales, pero como árboles del bosque, no como el bosque mismo.

Cuando alguien insiste en que esto es utopía, no tengo inconveniente en insistir yo mismo, por mi parte, en dos aspectos. Uno, que no son pocos los que trabajan con esa idea y ahí están los resultados para ser conocidos y analizados. No se trata de voluntarismo o entusiasmo sino de estudio y capacitación para ello y, luego, de trabajo continuado. Algunos colegas están aquí, como por ejemplo, los organizadores de estas jornadas, entre otros presentes y ausentes.

El segundo aspecto es que no quiero ceñirme en esta discusión al presente o a la moda, a la actualidad, como si esto fuera algo snob o novedoso. En uno de mis últimos libros —«Los hijos de Don Santiago»— he ofrecido una guía para quien quiera darse un «Paseo por el casco antiguo de nuestra sexología» (Revista de Sexología, nº 69-70, extra-doble, Publicaciones del Instituto de Sexología, Madrid, 1993).

Algunos me critican dejar de lado lo urgente cuando se debiera, según ellos, estar en continua campaña de emergencia. Tienen razón. Aunque en ciencia, como en cualquier otro campo, sigue siendo importante apartarse del ruido para estudiar y analizar la realidad con el ineludible filtro de la distancia. De esos análisis surgen y pueden surgir las estrategias. Análisis y estrategias que, en Sexología, no han nacido hoy. Vienen de lejos. Otra cosa es que el barullo de la urgencia impida que se vean.

Veo, por mi parte, que hay una idea central que guía a la Sexología. Conectar con ella es conectar con ese valor del que he hablado, al margen de las miserias. Esa es la idea que he querido compartir hoy con vosotros sobre la educación sexual, o sea de los sexos que para algunas caras conocidas sólo ha sido recordar. Una idea que, como muchos de vosostros conocéis no es nada nueva o novedosa sino de tradición y solera.

Y, como informar es historiar y relacionar unos conocimientos con otros, unas biografías con otras, ante la abundancia de miserias, entiendo que no viene mal acogerse a una idea que abre un horizonte distinto. Si me permitís decirlo con un símil enológico. Esa educación sexual que nos invade tiene mucho de vino cabezón, en tetrabrik. Pero recordad que hay campos y cosechas de crianza. Os invito a degustar y saborear un vino añejo.

E.Amezúa :Texto de la Conferencia de Clausura de la Jornada Anual de la Asociación Estatal de Profesionales de la Sexología, Córdoba, Noviembre, 1995.

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